http://www.monografias.com/trabajos10/allan/allan.shtml--< Comparacion entre el protagonista del cuento "el gato negro" y el autor, Poe.

http://documents.scribd.com/docs/21t0fu27wqj4yselutmf.pdf --> El método de Poe para escribir cuentos.

El gato negro es uno de los más conocidos cuentos siniestros de Poe, así como uno de sus grandes relatos psicológicos. La combinación de ambos elementos, horror y psicología, parece conducir directamente a la expresión terror psicológico, que hoy sabemos inspirada en la singularidad artística de este autor y que podría definirse como aquella fórmula literaria que aspira a conjugar en una síntesis superior miedo, enajenación y arte. Dejando de momento aparte los presuntos contenidos autobiográficos y supersticiosos, son tres los temas principales que desarrolló su autor en El gato negro, y los tres se hallan estrechamente relacionados entre sí. En primer lugar, como indicamos, la locura, espantosamente presente en otro cuento producido en ese mismo año de 1843, con el cual, por doble motivo, pues, a menudo se vincula a El gato negro; se trata de El corazón delator.

Tanto en uno como en el otro el protagonista se ve aquejado por incontrolables accesos de demencia sádica; en el caso de este último, parece ‘congénita’, mientras que en el de El gato negro se deriva de una severa adicción. Otro tema común a ambas narraciones es el de la culpa, con un acusado matiz persecutorio, y, muy vinculado a aquél, el de la perverseness (no exactamente la 'perversidad' en castellano), aspecto de la maldad que en Poe aparece revestido de singulares connotaciones masoquistas; una rara especie de justicia poética. Este concepto se encuentra extensamente desarrollado en un relato posterior, El demonio de la perversidad (1845), en el cual asistimos, como en las dos obras aludidas, a la absurda e imprevisible autoinculpación de un asesino:

Examinemos estas acciones y otras similares: encontramos que resultan sólo del espíritu de ‘perversidad’. Las perpetramos simplemente porque sentimos que ‘no deberíamos’ hacerlo.
Pero El gato negro es tan personal y significativo dentro del corpus de la obra poeana que en realidad muestra paralelismos y similitudes con casi todos los grandes títulos del autor, y esas similitudes recaen precisamente en las mayores virtudes literariamente horripilantes que lo caracterizaban. Comparte, por ejemplo, con La caída de la Casa Usher la recreación de los peores tormentos domésticos, del personaje desquiciado y de su acelerado descenso a los infiernos. Con El barril de amontillado, el final sorprendente y estremecedor (algo más que estremecedor en el caso de El gato negro), así como el ritmo narrativo hipnotizante. Con La verdad sobre el caso del señor Valdemar, el contenido espantoso en sí mismo. Con Berenice, el obsceno componente sádico. Con Los crímenes de la calle Morgue, la violencia monstruosa.

Es, por desgracia, además, como La caída de la Casa Usher, un relato parcialmente autobiográfico, no se sabe hasta qué punto. Lo es al menos por el retrato de lo que Poe denomina "intemperancia", así como del triángulo que formaban de hecho, en su hogar, él mismo, su mujer, Virginia Clemm, y el gato real, llamado Catarina, con el que convivían.

La dantesca escena final del relato —una de las recreaciones más perfectas que se han urdido, en el plano simbólico, de aquello a que puede conducir un infierno conyugal—, en la cual se mezclan a partes iguales los horrores visuales con los auditivos, es pura materia de pesadilla, y de hecho se trata de una de las preferidas por los artistas gráficos a la hora de ilustrar los volúmenes de cuentos de Poe.

El héroe del relato es el típico protagonista de Poe, aunque, con mucho, el más desgraciado de todos los que imaginó. Con razón señaló Lovecraft, refiriéndose a dicho arquetipo:
Muchos de sus rasgos parecen derivarse de la propia psicología de Poe, quien poseía ciertamente mucho de la sensibilidad, de las locas aspiraciones y del carácter fantástico que atribuye a sus solitarias y arrogantes víctimas del Destino.

Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título. Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.

Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tal cuales ellos eran: luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día.


I

-Herido va el ciervo..., herido va... no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas... Nuestro joven señor comienza por donde otros acaban... En cuarenta años de montero no he visto mejor golpe... Pero, ¡por San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundid a los corceles una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la fuente de los Álamos y si la salva antes de morir podemos darlo por perdido?

Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con nueva furia, y el confuso tropel de hombres, caballos y perros, se dirigió al punto que Iñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el más a propósito para cortarle el paso a la res.

Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas, jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo, rápido como una saeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la fuente.

-¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! -gritó Iñigo entonces-. Estaba de Dios que había de marcharse.
Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron refunfuñando la pista a la voz de los cazadores.

En aquel momento, se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.

-¿Qué haces? -exclamó, dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos-. ¿Qué haces, imbécil? Ves que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el fondo del bosque. ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para festines de lobos?

-Señor -murmuró Iñigo entre dientes-, es imposible pasar de este punto.
-¡Imposible! ¿Y por qué?
-Porque esa trocha -prosiguió el montero- conduce a la fuente de los Álamos: la fuente de los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente paga caro su atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes. ¿Cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un tributo. Fiera que se refugia en esta fuente misteriosa, pieza perdida.

-¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo ves?... ¿Lo ves?... Aún se distingue a intervalos desde aquí; las piernas le fallan, su carrera se acorta; déjame..., déjame; suelta esa brida o te revuelvo en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la fuente? Y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus, Relámpago!; ¡sus, caballo mío! Si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu serreta de oro.

Caballo y jinete partieron como un huracán. Iñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles y consternados.

El montero exclamó al fin:
-Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los pies de su caballo por detenerlo. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí en adelante, que pruebe a pasar el capellán con su hisopo.


II

-Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío. ¿Qué os sucede? Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Álamos, en pos de la res herida, diríase que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos. Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros a la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?

Mientras Iñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su escaño de ébano con un cuchillo de monte.

Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalar sobre la pulimentada madera, el joven exclamó, dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:

-Iñigo, tú que eres viejo, tú que conoces las guaridas del Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime: ¿has encontrado, por acaso, una mujer que vive entre sus rocas?
-¡Una mujer! -exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.
-Sí -dijo el joven-, es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña... Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero ya no es posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a revelártelo... Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve a esa criatura que, al parecer, sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede dame razón de ella.

El montero, sin despegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarse junto al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos... Éste, después de coordinar sus ideas, prosiguió así:

-Desde el día en que, a pesar de sus funestas predicciones, llegué a la fuente de los Álamos, y, atravesando sus aguas, recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo de soledad.

Tú no conoces aquel sitio. Mira: la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae, resbalándose gota a gota, por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas, que al desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un instrumento, se reúnen entre los céspedes y, susurrando, susurrando, con un ruido semejante al de las abejas que zumban en torno a las flores, se alejan por entre las arenas y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, saltan, y huyen, y corren, unas veces con risas; otras, con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa, para estancarse en una balsa profunda cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde.

Todo allí es grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parece que nos hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre.

Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fue nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba a sentarme al borde de la fuente, a buscar en sus ondas... no sé qué, ¡una locura! El día en que saltó sobre ella mi Relámpago, creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña.., muy extraña..: los ojos de una mujer.

Tal vez sería un rayo de sol que serpenteó fugitivo entre su espuma; tal vez sería una de esas flores que flotan entre las algas de su seno y cuyos cálices parecen esmeraldas...; no sé; yo creí ver una mirada que se clavó en la mía, una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojos como aquellos. En su busca fui un día y otro a aquel sitio.

Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño...; pero no, es verdad; le he hablado ya muchas veces como te hablo a ti ahora...; una tarde encontré sentada en mi puesto, vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto..., sí, porque los ojos de aquella mujer eran los ojos que yo tenía clavados en la mente, unos ojos de un color imposible, unos ojos...

-¡Verdes! -exclamó Iñigo con un acento de profundo terror e incorporándose de un golpe en su asiento.
Fernando lo miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que iba a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:
-¿La conoces?
-¡Oh, no! -dijo el montero-. ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar hasta estos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro por lo que más améis en la tierra a no volver a la fuente de los álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza y expiaréis, muriendo, el delito de haber encenagado sus ondas.

-¡Por lo que más amo! -murmuró el joven con una triste sonrisa.
-Sí -prosiguió el anciano-; por vuestros padres, por vuestros deudos, por las lágrimas de la que el Cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor, que os ha visto nacer.
-¿Sabes tú lo que más amo en el mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre, los besos de la que me dio la vida y todo el cariño que pueden atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos... ¡Mira cómo podré dejar yo de buscarlos!
Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los párpados de Iñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con acento sombrío:
-¡Cúmplase la voluntad del Cielo!


III

-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae a estos lugares ni a los servidores que conducen tu litera. Rompe de una vez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré tuyo, tuyo siempre.

El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco a poco de la superficie del lago, comenzaba a envolver las rocas de su margen.

Sobre una de estas rocas, sobre la que parecía próxima a desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba, temblando, el primogénito Almenar, de rodillas a los pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.

Ella era hermosa, hermosa y pálida como una estatua de alabastro. Y uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.

Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar algunas palabras; pero exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los juncos.

-¡No me respondes! -exclamó Fernando al ver burlada su esperanza-. ¿Querrás que dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!... Háblame; yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer...
-O un demonio... ¿Y si lo fuese?

El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebato de amor:

-Si lo fueses.:., te amaría..., te amaría como te amo ahora, como es mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más de ella.

-Fernando -dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una música-, yo te amo más aún que tú me amas; yo, que desciendo hasta un mortal siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las que existen en la Tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior a los demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas, incorpórea como ellas, fugaz y transparente: hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes lo premio con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante capaz de comprender mi caso extraño y misterioso.

Mientras ella hablaba así, el joven absorto en la contemplación de su fantástica hermosura, atraído como por una fuerza desconocida, se aproximaba más y más al borde de la roca.
La mujer de los ojos verdes prosiguió así:

-¿Ves, ves el límpido fondo de este lago? ¿Ves esas plantas de largas y verdes hojas que se agitan en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales..., y yo..., yo te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio y que no puede ofrecerte nadie... Ven; la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino...; las ondas nos llaman con sus voces incomprensibles; el viento empieza entre los álamos sus himnos de amor; ven..., ven.

La noche comenzaba a extender sus sombras; la luna rielaba en la superficie del lago; la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas infectas... Ven, ven... Estas palabras zumbaban en los oídos de Fernando como un conjuro. Ven... y la mujer misteriosa lo llamaba al borde del abismo donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso..., un beso...

Fernando dio un paso hacía ella..., otro..., y sintió unos brazos delgados y flexibles que se liaban a su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve..., y vaciló..., y perdió pie, y cayó al agua con un rumor sordo y lúgubre.

Las aguas saltaron en chispas de luz y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las orillas.

Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafio me pase por los ojos como un bando de gorriones.

Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.

Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.

Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.

Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubiera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.

Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aunque yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos.)

Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un clic final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a lavanda, en el fondo de un pozo tibio.

Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión.

Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.

Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad.

De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.)

Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza.

Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol.

Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.

No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así.

Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad.

Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa -usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).

A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas.

Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.

Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora. En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan.

Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes -no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos.

He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.

El cuento fantástico en Cortazar.

Para acercarnos a la especificidad de loa fantástico en Cortazar, consideraremos en primera instancia las concepciones que plantea el mismo autor en su ensayo “Aspectos del cuento”.
Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen al género llamado fantástico por falta de mejor nombre, y se oponen a ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse (…) dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de relaciones de causa y efecto

En este apartado deja claro que su concepción cuento debe no ser un retrato de la realidad racional y positivista propiamente tal sino buscar una realidad alterna a ello. Propone más adelante que un cuento como la fotografía toma un fragmento de la realidad y lo abre, lo expande a una realidad más amplia, lo convierten en algo significativo que apunta más allá de lo anecdotario rompiendo así con lo cotidiano. Establece también que no hay tema bueno ni malo per sé sino un bien o mal tratamiento del tema.

Para tratar bien un tema establece que aunque sea una realidad trivial debe generarse suspenso, algo que atraiga como un núcleo magnético al lector y lo mantenga interesado en el relato. Esta tensión reside en la manera en que el narrador va a cercando al lector a lo contado “la intensidad de la acción como la tensión interna del relato son el producto de lo que antes llamé el oficio de escritor”

Por otra parte diversos teóricos han tratado como se desarrolla lo fantástico en la narrativa cortazariana. Saúl Yurkievich en su ensayo “Borges/Cortazar: mundos y modos de la ficción fantástica” trata sobre como la ficción se presenta distintamente en ambos autores argentinos. Indica que Cortazar parte de lo real inmediato, creando ambientes con espacios, personajes y acciones que semejan al propio hábitat del lector, acercando al lector a la realidad que construye, familiarizándolo con ella, así mismo presenta al personaje como una persona común y corriente, un semejante al lector, y6 es desde el interior de este escenario cercano y cotidiano que produce el desarreglo enrarecedor



La otredad

Con este término se designan las manifestaciones de “lo otro”. Ese aspecto que forma parte de la realidad, que está sumergido en ella pero en la cual el hombre no repara.

Corresponden a manifestaciones extrañas de la realidad tales como reacciones violentas y monstruosas internas del hombre, también puede encontrarse en situaciones de rechazo de grupos o individuos opuestos a la normalidad; en abstracciones del ser y división de la persona, o en la entrada de fuerzas extrañas en el ámbito racional de la realidad.

El elemento fantástico, se nos presenta sumergido en la cotidianidad y sin intentar generar en el lector la reacción que antes se buscaba. Como él mismo lo dice:
"Algo me indicó desde el comienzo que el camino hacia esa otredad no estaba, en cuanto a la forma, en los trucos literarios de los cuales depende la literatura fantástica tradicional para su celebrado ‘pathos’, que no se encontraba en la escenografía verbal que consiste en desorientar al lector desde el comienzo, condicionándolo con un clima mórbido para obligarlo a acceder dócilmente al misterio y al miedo... La irrupción de lo otro ocurre en mi caso de una manera marcadamente trivial y prosaica, sin advertencias premonitorias, tramas ad hoc y atmósferas apropiadas como en la literatura gótica o en los cuentos fantásticos actuales de mala calidad... Así llegamos a un punto en que es posible reconocer mi idea de lo fantástico dentro de un registro más amplio y más abierto que el predominante en la era de las novelas góticas y de los cuentos cuyos atributos eran los fantasmas, los lobo-humanos y los vampiros"
Julio Cortazar
en “Aspectos del cuento fantástico”

De este modo, del mismo modo que en el surrealismo se pintaba monstruos imaginarios que supuestamente yacían en nuestro subconsciente, Cortazar en sus cuento libera a ese otro que se encuentra escondido tras de cada cosa de la realidad, en aspectos tan cotidianos como las hormigas, un viaje en bus, o una ida a la milonga.



Esquema de Mac Adam

Finalmente, es importante considerar cómo se plasman estructuralmente estas realidades en la narrativa de Cortazar. Mac Adam propone un esquema de tres elementos, que según él siempre se hallan en la cuentística cortazariana, a saber: la existencia de una presencia ajena, los personajes secundarios y la víctima.

Por otro lado, también destaca la presencia de tres situaciones básicas que son constantes en los relatos de Cortazar y que se revelan siempre en el mismo orden: (1) una situación inicial donde el lector se familiariza con los personajes y con la realidad que se le presenta, (2) la descripción de cómo una presencia ajena influye en la vida de los personajes, (3) una situación en la cual se manifiestan las consecuencias de esa intervención ajena.

Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen al género llamado fantástico por falta de mejor nombre, y se oponen a ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse (…) dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de relaciones de causa y efecto, de psicologías definidas, de geografía bien cartografiadas.
Julio Cortazar – Aspectos del cuento.



En los cuentos de Cortazar se puede encontrar una variedad de temas, desde el proceso de ponerse un polerón en la mañana, la historia de un adolescente hospitalizado, hasta un accidente en una motocicleta. Y es que el escritor no tiene una fijación con un tema en especial sino que en su escritura convierte en un tema cualquier episodio de la vida cotidiana. Revisaremos algunos de sus cuentos para fijarnos en cómo aborda la variedad de temas que en ellos se tratan.

Un ejemplo del tratamiento de la cotidianeidad es en el cuento “No se culpe a nadie” donde relata detalladamente como un personaje anónimo se viste en la mañana, poniendo especial atención en los movimientos, sensaciones y pensamientos del personaje mientras realiza este acto; en este relato se puede apreciar que más que el hecho relatado en sí se destaca la forma en que es contado: situándose en la conciencia del narrador, poniendo especial atención en los mínimos detalles de modo que un hecho trivial se transforma en algo complejo y extraño a los ojos del lector.
“a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya”

En este relato el autor al introducir el relato desde la conciencia caótica del narrador personaje que ralentiza el acto, e introduce un detalle inexplicable que forma parte de la misma realidad produce extrañamiento, generando la tensión que transforma la realidad cotidiana en una realidad fantástica.

Asimismo relata detalladamente otras acciones humanas de la cotidianeidad en sus “Instrucciones para subir una escalera” e “Instrucciones para llorar” donde paso a paso describe técnicamente el cómo se realizan estos procedimientos, tal vez ironizando sobre el modo mecánico e inconsciente en que los realizamos para llamar la atención sobre ellos, produciendo un extrañamiento mediante la lógica técnica y causal con que dichos actos son tratados por un narrador que imita a un autor de un manual.

Otra deformación de la realidad se ve en el cuento “Casa tomada”, donde pese a que la narración sigue un flujo normal – un narrador personaje en estilo directo – y que aparentemente la historia se centra en una realidad cotidiana de una casa donde viven dos adultos, el narrador llama la atención sobre ella por medio de los silencios – lo implícito que no se relata - dejando al lector en el suspenso de no saber quienes se toman la casa y de que naturaleza son estos seres u objetos que infunden miedo en los personajes. Del mismo modo en el cuento “Después del almuerzo” Se cuenta un episodio trivial en la vida de un muchacho que saca a pasear a “él” relatándonos desde el punto de vista de narrador protagonista los pormenores de este paseo – describiendo calles y episodios - y las sensaciones que le producen algunas circunstancias, relato que a simple vista parece aburrido pero que mantiene al lector en la duda de Quién es ese a quien saca a pasear, sin saber si es un perro, un anciano, un niño, etc.

También en alguno de sus cuentos Cortazar llama la atención sobre actos cotidianos o protocolares. Como es el caso de “Conducta en los velorios” en donde un narrador en primera persona y en un estilo indirecto relata los pormenores de un velorio desnudando “las formas más solapadas de la hipocresía”, relatando las conversaciones frívolas que se dan en el velorio, los llantos explosivos y sin motivo, la especie de competencia sobre quien sufre más; descubriendo al lector una cotidianeidad absurda.

En el cuento “La señorita Cora” se puede encontrar otra de las maneras de llamar la atención sobre un hecho trivial como es la estadía en un hospital y las actividades que allí se realizan: examinaciones, tomas de temperatura, aplicación de inyecciones, operaciones etc. El autor nos presenta la historia por medio de múltiples voces que se confunden entre sí en el relato y que el lector debe diferenciar para poder construir la estructura lógica de lo que se está contando. Se pueden distinguir al menos cuatro narradores en el cuento: la madre de Pablo, Pablo, la señorita Cora y el Dr. Marcial que van dirigiéndose al lector abruptamente a veces solo separados unos de otros por un signo de puntuación.
Hasta tuve tiempo de echarle un vistazo al termómetro antes de que viniera a buscarlo.] [ "Pero tengo muchísima fiebre", me dijo como asustado. Era fatal, siempre seré la misma estúpida, por evitarle el mal momento le doy el termómetro y naturalmente el muy chiquilín no pierde tiempo en enterarse de que está volando de fiebre


En este fragmento puede ejemplificarse cómo hay un cambio repentino de narrador, donde en dos puntos de vista se da cuenta del mismo hecho. Esto se repite a lo largo del cuento produciendo que el lector esté atento a las distintas voces que le van relevando el avance de la historia hasta llegar a su fatal desenlace.

También Cortazar produce una alteración de la realidad al desdibujar los límites en los lo real y lo que no lo es. Es así como en “La noche boca arriba” mediante la narración de dos relatos conjuntos: el de una situación concreta que le ha acontecido al protagonista y el relato del sueño del mismo, se produce una confusión entre el sueño y la vigilia. Del mismo modo en “La continuidad de los parques” el narrador llama la atención sobre unos objetos de la realidad: el hombre leyendo una novela, el sillón de terciopelo, para luego mediante estos elementos mezclar la realidad del hombre que está leyendo y de lo que acontece en la novela leída. Mediante este juego narrativo se buscar llamar la atención del lector que queda perplejo al no poder reconstruir la lógica que debiera separar ambas realidades.

En el ensayo “Aspectos del cuento” Julio Cortazar explica su concepción de lo que debe ser, lo que debe tratarse y cómo debe ser tratado en un cuento lo que ayuda a comprender la lógica de sus relatos. Compara la fotografía y el cuento en cuanto deben extraerse fragmentos de la realidad que sean significativos de modo que puedan expandir la entrada a una realidad mucho más amplia.
No es malo por el tema, porque en literatura no hay temas buenos ni temas malos, solamente hay un buen o un mal tratamiento del tema (…)Un cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta.

Según palabras del autor no vendría siendo el tema del cuento el importante, ya que – como se puede leer en los cuentos comentados – se puede hablar de temas triviales que no encierran grandes hechos o historias en sí, siempre y cuando sean bien tratados por el autor de modo que sean significativos. La finalidad de esto es romper lo cotidiano, descubrir esa realidad más amplia que está más allá de la anécdota, el abrir desde el mundo pequeño de la individualidad a un mundo más grande hacia las cuestiones universales y la esencia de lo humano.

De este modo el autor por medio de la complejidad con que presenta las narraciones llama a que el lector sea activo en la construcción del significado y la lógica que ordena los relatos, con lo que está proponiendo al lector que se interne en esta visión más amplia de la realidad, de modo que al extrañarse de la realidad compleja propuesta por los cuentos se enriquece la visión de que se tiene de la propia realidad, invitando a reflexionar sobre aquellos aspectos que se encuentran en una superrealidad yendo hacia la esencia de los hechos o los actos cotidianos para encontrar un significado o una explicación de los mismos.

Esto se logra en los cuentos de Cortazar mediante el detalle que llama la atención sobre algo, mediante el silencio que genera suspenso, mediante la confusión de varias voces que piden reconstruir u relato, o mediante un narrador que nos presenta una realidad alterada que logra captar la atención del lector manteniendo la tensión que atrae a querer conocer el desenlace que muchas veces no es aclarado dejando al lector en la perplejidad.

Maria Kang
Duodécimo

En Argentina y en Uruguay, se forman dos autores hispanoamericanos quienes en su vida literaria logran dominar el arte de lo fantástico rompiendo las barreras de la realidad. Estos escritores son Julio Cortázar y Horacio Quiroga. Ignorando los límites predefinidos de la realidad por la sociedad, imponen una nueva regla en sus obras: la ausencia de las reglas. Con esta nueva libertad de creación, “las contradicciones entre el mundo imaginario y el mundo real salen a la superficie y se vuelven conflictivas” en sus obras como “Continuidad de los parques” y “La noche boca arriba” de Cortázar, y “El hijo” y “El hombre muerto” de Quiroga (El Cuento Fantástico, 7). A pesar de que ambos corren hacia la misma meta de mezclar lo real con lo irreal, cada uno presenta su propia forma de desempeñar este trabajo.

Julio Cortázar, uno de los escritores argentinos más reconocidos por los críticos, presenta una visión clara sobre este mundo donde lo imposible se vuelve posible. Cortázar cree que el sentimiento de lo fantástico, la duda sobre realidad, es universal: “ese sentimiento… podríamos calificarlo de extrañamiento; en cualquier momento les puede suceder a ustedes, les habrá sucedido, a mí me sucede todo el tiempo” (El sentimiento de lo fantástico, 24). Según Cortázar, existe un intermedio entre los dos mundos donde se originan la duda sobre la realidad. En “Continuidad de los parques”, fácilmente se puede captar que existen dos mundos: uno del lector y otro de la esposa infiel. También en “La noche boca arriba,” tenemos al mundo actual del motociclista y al mundo de la guerra florida donde un indio moteca huye de los aztecas. Al final de la mayoría de sus cuentos, Cortázar invita al lector a ser parte del relato dejando el final abierto. Uno no puede estar seguro de si el lector de “Continuidad de los parques” fue asesinado por el amante de la mujer. Uno tampoco puede concluir que el indio moteca de “La noche boca arriba” fue sacrificado por los aztecas. La combinación de la claridad de la división de dos mundos y la incertidumbre del final abierto hace que sus cuentos sobresalgan entre las más refinadas de este arte.

En contraste, Horacio Quiroga, el cuentista rioplatense de las generaciones, posee una visión negativa y vaga sobre lo fantástico. Para Quiroga, el verdadero sentimiento de lo fantástico puede ser realmente entendido sólo por los más dotados. Diferente a la clara división de los mundos en las obras de Cortázar, las de Quiroga no tiene dos mundos claramente separados. Se podría decir que el cuento “permanece dentro de los parámetros del realismo, y la irrealidad queda allí reducida al nivel psicopatológico” (Horacio Quiroga, 320). En “El hijo,” la irrealidad entra en el relato recién con la alucinación del padre: “Sonríe de alucinada felicidad… Pues ese padre va solo… Porque tras él, al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bien amado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana” (El hijo, 325). Los lectores no pueden participar indirectamente en las obras de Quiroga porque éste ya presenta un final claro. En “El hombre muerto,” el texto comunica con intensidad que el protagonista de la obra murió a causa de caer sobre su propio machete, al cruzar un alambrado: “… tranquilizado al fin, se decide a pisar entre el poste y el hombre tendido - que ya ha descansado” (Hombre Muerto, 367). En el caso de Quiroga, la combinación de dos mundos fusionados y un final claro hace que sus cuentos se diferencien de las obras de Cortázar.

A pesar de ser tan distintos en el estilo y la forma de presentar el sentimiento de lo fantástico, ambos tienen una sola meta principal: llevar a cabo la libertad de la creación con lo fantástico. Ambos autores están de acuerdo que el “mundo fantástico es el mundo de lo imposible que se vuelve posible; de lo informe que toma forma; de lo invisible que se ve…, de lo irreal que se vuelve real” (El cuento fantástico, 9). En la mayoría de sus obras, presentan un final rápido y sorpresivo. Durante las primeras partes de la “La noche boca arriba”, el autor hace creer al lector que el mundo del motociclista es real y lo de la guerra florida es sólo un sueño. Pero al final el lector se da cuenta de que el mundo de la Guerra Florida no era un sueño: “…ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa” (La noche boca arriba, 15). Parecido a Quiroga quien trata de captar la atención desde el principio picando la curiosidad del lector con su ““estructura de concentrado interés”, Cortázar busca crear una “presencia alucinante que se instale desde las primeras frases para fascinar al lector” (Redonnet, 504). Estas características compartidas ayudan a que sus obras presenten el choque entre lo posible y lo imposible en una forma más eficiente y clara.

Julio Cortázar y Horacio Quiroga, dos cultores eximios del arte fantástico, permiten a sus lectores explorar un mundo distinto que está más allá de nuestra imaginación en sus maneras distintas. Cortázar crea un mundo intermedio entre el mundo irreal y el mundo real. Por otro lado, Quiroga presenta un mundo donde lo irreal y real ocurren al mismo tiempo. Se puede decir que “El sur” escrito por Jorge Luis Borges es una perfecta combinación del estilo de Cortázar y de Quiroga. Por un lado, existe dos realidades distintas: una en el hospital y otra en el Sur. Por otro, podemos decir que existe sólo un mundo donde la división entre irrealidad y realidad no es clara. Como podemos ver, todos los escritores de los cuentos fantásticos comparten esa pasión de jugar con el tiempo y el espacio en su propio mundo de letras.


Notas:
Literatura V (Las Letras en la América Hispana) María Luisa de Serrano Redonnet, Alicia de López, Stella de Caso Ward… Editorial Estrada, Sao Paulo, 1993.
Nueva Narrativa Hispanoamericana. Donald L. Dhaw. Editorial Cátedra. Madrid, 1999.
Lengua y Literatura 6. Daniela Rovatti, Elizabeth Daghlian,María del Carmen Pompa,…Editorial Santillana, Asunción, 2001